Pátina

Piriápolis en invierno puede definir el suicidio de un hombre. Un volantazo a destiempo un perro o una vaca una perimetral inundada un arroyo silencio humo gritos puteadas llantos y otro silencio; todo eso pueden ser los hilos que tejerán el último de sus recuerdos. Todo eso lo es en el caso de Pablo hoy, en la costa y con la heladería cerrada de fondo. Hay un perro y un niño; están solos, caminan juntos la rambla, cada uno en lo suyo. El niño no puede tener más de seis años. Pablo piensa que no está bien que dejen a un niño tan chico andar así, como un adulto, como un viejo deprimido en invierno acompañado de un perro cansado. Pero sucede, ahí van los dos, acostumbrados al paisaje, al entorno y al clima; evidentes locales vagando, cada uno en su estúpido vacío sin lenguaje. Y que no se entienda mal, la tarde está hermosa; la luz solar baja mansa, se escurre entre el salitre pegado a todas las cosas de la costa y se adhiere magnífica al aire. Viento sí, pero indeciso, pasea como culebra por el balneario. Es tan perfecta la tarde, que a la sombra el frío hiela y al sol el calor molesta. Ahora Pablo mira la playa: podría apostar su casa a que en diez años eso va a ser todo mar. Mar y duna y contagio urbano irreversible. Y otra vez la piedra, la cámara lenta de todo aquello que no estaría pensando si estuviese con tres whiskys arriba, con la panza llena de asado y con la sobrina en la falda, robándole la nariz y devolviéndosela enseguida, antes del llanto, en el cumpleaños del hermano; un cumpleaños de domingo, domingo de agosto, domingo de invierno, domingo uruguayo.

La soledad puede ser una piedra que cambia errática de peso, o una sustancia densa y fibrosa que trepa las paredes. Y nunca es una soledad, son dos, o tiene dos formas. Una enferma, intoxica, consume; la otra produce, enriquece, eleva. Y entre una y otra la separación es una tela frágil y transparente. La soledad de Pablo, ahora, entra y sale de sus dos formas.  No puede estar tan perfecto el clima, el invierno del mar es solo para los que lo soportan, no para los que van los fines de semana a sacarse fotos, no, ellos se llevan un pedazo maquillado del lugar y se lo muestran a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, para que eventualmente se olviden o comenten que irán el fin de semana que viene, si no está feo. Pablo enciende un cigarro, le pone el perfil a la heladería cerrada y ve cómo el niño y el perro cruzan la calle; es una imagen muda que se llena de ruido cuando de un auto estacionado salen los padres que besan al niño y le rascan el lomo al perro. Entonces se activa el mecanismo. Comienza en Pablo la introducción al precipicio sin fondo. ¿Por qué no el cumpleaños del hermano? Ahora seguramente la torta, el café, niños jugando y un partido de fútbol, y después el resumen del noticiero. Pero no, él ahora solo en Piriápolis en agosto, patético y equivocado. Y no hay nada que se pueda hacer.

20190501_210119

 

Deja un comentario